Elecciones: mentiras, populismo y manipulación

 


Durante la contienda electoral que probablemente no termina hoy, con la primera vuelta, existe una realidad inobjetable: para algunos candidatos, a la hora de pronunciar un discurso convincente, lo que importa no es precisamente decir la verdad. Esta realidad no se escapa a quienes han seguido de cerca las propuestas, discursos, entrevistas y debates de los aspirantes presidenciales. ¿Por qué sucede esto? Al remontarnos a los griegos, podemos encontrar una respuesta plausible en el poder soberano que posee la palabra, cuyo descubrimiento llegó de la mano con la democracia.

La fuerza de la palabra es tan poderosa, que tiene la capacidad de transmitir expectativas esperanzadoras, exacerbar las pasiones e infundir miedo o mitigar el dolor, al mismo tiempo que puede suscitar sentimientos de alegría y compasión. Es decir, la palabra ejerce un efecto similar al que producen los analgésicos que alivian los sufrimientos físicos. Por consiguiente, para candidatos como Petro y Hernández que están abrazando causas, tales como: “Colombia será potencia mundial de la vida” o “acabar la robadera y la ladronera”, no les hace falta que el discurso sea verdadero para ser convincente y, por ende, eficaz.

Respecto a Petro, basta repasar algunas de sus propuestas que le apuntan a cambiar el modelo de pensiones, echándole mano a los fondos de pensiones privados, bajo el argumento que son recursos públicos; suspender toda nueva exploración de hidrocarburos y la exportación de crudo, lo que conllevaría a una crisis cambiaria y macroeconómica de enormes repercusiones; la emisión de billetes para financiar el gasto del gobierno y subsidiar a las familias; o  reformar el Banco de la República para darle participación a miembros de la sociedad en su junta directiva, un experimento que en el pasado fue un  desastre e hizo que la inflación subiera hasta un 30%.

También el proteccionismo a la producción nacional, mediante aranceles a determinados productos importados, lo que acarrearía la devaluación del peso colombiano; el cambio en la retórica de la expropiación por la democratización de la tierra, para corregir los problemas de empleo, informalidad, pobreza y hambre; y el costo fiscal anual de algunas de sus propuestas que ascienden a 129,5 billones, con un desfinanciamiento de 64,5 billones frente a los 65 billones de la reforma tributaria que propone. En síntesis, su programa se  basa en el asistencialismo y su financiamiento se sustenta en el erario público, como si fuera un barril sin fondo.  

En cuanto a Hernández, resulta curioso que sus propuestas aunque sencillas y elementales, se circunscriben principalmente a parar la robadera y la ladronera, como estrategia para eliminar la corrupción existente en el país y financiar al Estado. Aun así, ello constituye un discurso monotemático y restringido, como si la problemática colombiana se redujera solamente a combatir este flagelo que carcome a las sociedades del mundo. Además de simplista, no es suficiente tener chequera o caja disponible producto de la gestión contra los politiqueros corruptos y la corrupción en general, como de manera recurrente sostiene, para resolver los demás problemas que aquejan a Colombia: la inseguridad, la economía, el desempleo y el costo de vida, primordialmente. 

Pero no solo es despotricar de la clase política y hablar de la corrupción, sino que abiertamente omite todo aquello que no le conviene, como haber formado parte de esa politiquería a la que hoy trata de corruptos. Más aún, cuando se le controvierte o cuestiona sobre sus escándalos o investigaciones, porque quienes lo hacen se convierten en una gavilla para bajarlo de la candidatura presidencial, incluidos los periodistas. En fin, pasa por alto que una eventual presidencia no se puede ejercer sin tacha, respeto, tolerancia e inclusión, así sus seguidores le acepten ciertos defectos.

Partiendo de lo anterior, se renuncia a la verdad que también supone la renuncia a identificar o reconocer lo bueno, dando lugar a que se entre en el terreno minado de la manipulación y el todo vale. Un campo fértil donde “la obligación ha sido reemplazada por la seducción; el bienestar se ha convertido en Dios y la publicidad, en su profeta¨, según afirma Gilles Lipovetsky, uno de los máximos exponentes de la posmodernidad, un término acuñado antes de terminar el siglo XX.

No obstante, “más rápido cae un mentiroso que un cojo”. Así reza el refrán popular para significar que la mentira, el populismo o la manipulación siempre se descubre, como han quedado en evidencia muchas de las propuestas de dichos candidatos. No solo por la inconsistencia de sus argumentos, sino también porque no superan el examen de especialistas y expertos, ni resisten el riguroso escrutinio público. En otras palabras, terminan convirtiéndose en cantos de sirena para cautivar incautos, con el propósito fundamental y perverso de ganarse el favor de los electores.

Por todo lo dicho, llevado a las circunstancias electorales actuales y recordando una frase célebre, es posible decir que se puede engañar a todo el pueblo parte del tiempo, y algunas de las personas todo el tiempo, pero no se puede engañar a toda la gente todo el tiempo. El problema radica en que la acogida de tales promesas, aunque asegura votos, después se traducen en un descalabro y profunda decepción, toda vez que el remedio termina siendo peor que la enfermedad. De ahí que no queda otro camino que razonar, discernir y elegir bien, votando y no dejando que otros elijan por nosotros. Al fin y al cabo, el futuro de Colombia está en nuestros votos. Asistamos a las urnas.

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